Sin querer queriendo, como diría El Chavo, he adquirido una nueva costumbre: Limpiarme los zapatos con los lustrabotas de Juan de Arona, sin querer siempre me atiende el mismo jovencito callado y de peinado trichudito.
Me siento sobre el esqueleto de lo que alguna vez fue una caja de algo, sonrió pero no me devuelven la sonrisa, por inercia coloco mi zapato sobre el bolero desgastado y empieza su labor el silencioso niño: con un cepillo gran le quita el polvo a mis zapatos de bruja, luego con un cepillito pequeñito lo embadurna de betún para rematar con una pasada más de negro betún, esta vez su mano sirve de cepillo. Sus dedos delgados están machados de negro. Me pregunto si sus machas se podrán borrar o simplemente quedarán, allí como una segunda piel, como las manos de los mecánicos veteadas por el diario contacto con la grasa. Con un ligero toc toc en la planta de mi zapatos, me avisa que le toca a mi otro par su respectivo tratamiento.
Ese toque ligero, me llevo a escribir esta entrada, parece que el pequeño lustrabotas evita el contacto con la persona a quien brinda su servicio. Esta es la segunda vez que me limpio los zapatos con este niño y aún no le pregunto su nombre. Estuve tentada a regresar a preguntárselo para colocarlo en esta nota, pero no sé, quizás me guarde esa pregunta para mi próxima visita, quizás cuando me revele su nombre, el hielo se rompa y pueda conocer algo de su historia.
Por el momento imagino que es un chico que aún no termina el colegio, quizás estudia en la nocturna, es el mayor de 5 hermanos y por su mirada triste puedo intuir que ha trabajado desde muy pequeño. En mi próxima visita a la pileta, vecina del BCP, preguntaré: ¿Y cuál es tu nombre?