Parque Kennedy, cerca de las 8 de la noche, mi primo Leo y su novia están esperando junto al carrito de picarones, a que le entreguen su porción de la empalagosa masa de yuca y zapallo. Entre Leo y Yisel, se abre un pequeño espacio visual, y me llama la atención la mirada de una señora casi anciana, que se acerca algo avergonzada al grupo que espera ser atendido por la picaronera vestida de blanco. Detengo mi mirada en cada uno de sus movimientos, percibo vergüenza en su acercamiento, su voz es temerosa, no logro escuchar lo que dice.
La indiferencia de los comensales me entristece. Sus ojos casi tan grandes como unas galletas morochas, están triste, su caminar es lento y su cuerpo tan pequeño como un figura de retablo ayacuchano, me conmueve el corazón. No sé por qué tengo ganas de llorar. Miraba hacia el piso cuando interrumpí su paso: “Señora, tome” y le alcance 4 soles. Miro las monedas y me agradeció: “Dios la bendiga niña”. Yo no podía dejar de mirarla, se veía tan frágil, tan anciana, tan sufrida. ¿Y dígame señora que enfermedad tiene? Alcance a ver una receta entre sus manos, con voz temblorosa me respondió que sufría de los pulmones y que le había salido una herida en la pierna y me enseño su pierna derecha, la cual tenía un gran parche blanco pegado con un esparadrapo muy grueso.
De pronto empecé a sentir un clima cálido entre mi anónima interlocutora y yo. ¿Vive sola? “No, tengo un hijo”, y su voz se quiebra, “Esta sin trabajo, hacia taxi, pero un día le robaron su carrito y para él fue como si su mundo se destruyera. Lo buscamos, pero no apareció por ninguna lado”. Ya para ese momento mi mano estaba sobre su hombro, intentaba quizás darle aliento, ni siquiera tenía pensando hacerlo. “Mire yo trabajo para una compañía norteamericana, entréguele a su hijo mi tarjeta, que me llame”, sus manos pequeñas como de muñeca tomaron el pedazo de cartón y la miro con atención. Volví a insistir mientras nos despedíamos: “Que me llame” y le tome la mano muy fuerte, quizás intentando darle algo de esperanza.
“Me llamo Natividad señorita”, me dio su apellido pero no lo recuerdo. “Se llama como mi abuelita, no lo voy a olvidar”. “Gracias señorita, muchas gracias, Que Dios me la bendiga”, “A usted también mucho más”. Y se alejo mi casual interlocutora.
Mis primos y hermanos se burlaron de lo que había hecho: “Seguro querías que entre a Herbalife”, sólo me reí porque mi única intención fue darle a esa señora un poco de esperanza, quizás porque aún recuerdo vivamente la historia del sacerdote y el mendigo: el mendigo le pidió monedas al cura pero éste no tenía y sólo le dio la mano pero con tanto amor, que el mendigo le dijo: “Gracias porque me has tratado como a un hermano”. Cuantas veces vamos por allí renegando por los mendigos en la calle, los miramos con indiferencia, es verdad que muchos de ellos, sólo lucran con la lastima. Pero estoy segura que hay otros, que sí necesitan nuestra ayuda.
La señora Natividad necesitaba mi tiempo y mi compasión, pero sobre todo necesitaba ser escuchada. Algo dentro de mí me dijo que conociera su historia. Y esta tarde, sé que hice lo correcto, quizás pueda cambiar su vida, nunca olvido que soy las manos de Cristo, que una vez prometí que siempre haría lo posible por ser reflejo de Jesús. Y Jesús siempre tuvo tiempo para los pequeños, como él llamaba a los más pobres y no sólo de dinero sino de espíritu.
La mirada avergonzada de la señora Natividad me recordó mi promesa, hizo que evocara las miradas de otros niños, ancianos y mujeres, que conocí durante las labores sociales que durante más de 10 años hicimos con mis amigos. Recordé todas esas miradas que se quedaron en mi retina: tristes por sentirse una carga, alegres al abrir sus regalos o con un brillo especial que te llenaba el alma.
Espero encontrarme otra vez con la señora Natividad y por qué no desear que su mirada tenga una chispa de alegría.
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